jueves, 28 de julio de 2016

La Madurez

Envejecer es inevitable, madurar no. Alcanzar la vejez es permitir a la naturaleza completar su plan; madurar significa implicarse en un desarrollo transformativo que nadie puede hacer por uno mismo.


Hay una diferencia muy notable entre la persona anciana y la que ha madurado. En una persona madura no sólo ha cambiado la “carcasa”, sino quien la habita. En cambio, una persona puede envejecer manteniendo internamente los mismos rasgos que la conformaban décadas atrás.
La vida puede convertirse en un tránsito que nos acerque poco a poco hacia la muerte o en un camino donde la persona proceda a hacer de su recorrido una vía de transformación y desarrollo. Madurar no es gratuito, hay que estar presente. No se genera a nuestras espaldas ni por un descuido. Es un florecimiento arduo en el que se debe ser consciente de cada momento que es regado. Nadie madura por accidente. Puede alguien parecer maduro o madura en apariencia, pero en esencia mantener los mismos condicionamientos arraigados que impiden evolucionar en la senda de la maduración.
Madurar no es acumular experiencias, sino extraer la sabiduría de las mismas. La madurez no es haber agotado años con un gran cúmulo de sucesos vividos, sino haber alcanzado cierto grado de plenitud y haber comprendido de una manera profunda la dinámica de las circunstancias. Esa extracción enriquece un conocimiento más allá del intelectivo, pues al ser experiencial sólo le pertenece a quien lo ha vivido.

Qué no es madurez

Para entender la madurez, primero hay que entender qué no lo es. Alcanzar el destino no significa haber disfrutado del paisaje. Alcanzar una cuantía de edad no significa haber progresado en la realización de uno. Se puede haber aprovechado esos años para alcanzar logros, aspiraciones y un montón de cúmulos materiales. Pero haber nacido antes no nos sitúa en un peldaño de madurez; lo que sí indica es que hemos dispuesto de más tiempo para alcanzar dicho peldaño, y serán nuestras actitudes las que mostrarán si hemos llegado a subir ese escalón.
La madurez es una construcción cuyos cimientos se originan en el interior de la persona. Se derrumban y se vuelven a construir. Es un proceso lento y de reconversión a cada momento. La persona madura no alardea de ello, pues entiende que este proceso no tiene un final.
La madurez es sencillez, humildad y no un revestimiento de sofisticación. La madurez no es una coraza rígida sino, todo lo contrario, un estado de apertura. La persona madura halla en sí misma las habilidades para manejarse con las circunstancias de la vida. Ha ido forjando recursos y convierte el paso del tiempo en una herramienta más para su autoaprendizaje y desarrollo. Ha sabido ir cambiando de actitudes para permitir el fluir de las circunstancias debilitando la fricción y ganando la batalla al bienestar.
La persona que transita la senda de la madurez ha ido perdiendo toda clase de enemistades. Sabe tomar las riendas de la responsabilidad sin tener que cargarla a las espaldas de nadie. Entraña un margen de entendimiento que no deja a la persona desprevenida ni indefensa ante los acontecimientos.
Son síntomas de madurez y de salud emocional los estados de visión cabal, ecuanimidad, sosiego ante los imprevistos, desarrollo de la capacidad de entendimiento y empatía, comprensión, contento interior y predisposición a cooperar. Son síntomas de inmadurez la envidia, celos, animadversión, reacciones desmesuradas, falta de comprensión, egoísmo, alardeo de cualidades de las que se carece…
Un mismo hecho no será igual recibido por la persona madura que por la inmadura. En la primera puede desencadenar todo tipo de conflictos mientras que la segunda puede observarlo y desarrollar la capacidad de comprenderlo y proceder a su solución inmediata. La persona madura no se aflige constantemente, sabe tomar y soltar a cada momento. Entiende la diversidad de los fenómenos de la vida y la observa desde la consciencia, sin impulsividad. En la senda de la realización de sí, la madurez va de la mano de la consciencia.
El buscador persigue la madurez espiritual no como un logro ni una recompensa sino como un acceso a su naturaleza más real, lejos de los vaivenes emocionales que entorpecen la senda de la realización. Su corazón no está atrincherado por las heridas recibidas, sino que mantiene una actitud compasiva y trata de hacer de su experiencia, a veces amarga y otras dulce, un valioso tesoro donde guarda el más preciado valor que jamás nada ni nadie puede sustraerle.

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